¿Podemos hablar sin ser intelectuales públicos?

Por Juliana Mesomo
 

“Intelectual público” es una posición de sujeto que persigue la autoridad política en referencia a las prerrogativas académicas de las que está investida. Sugiero que la emergencia de los “intelectuales públicos” refleja la derrota de una autonomía subjetiva que supimos cultivar hasta hace poco tiempo en el marco de luchas políticas muy concretas. Cuestionar dicha posición de sujeto quizás sea un primer paso para volver a pensar juntxs y en contra de la derechización actual.

Intervención realizada por Juliana Mesomo (Máquina Crísica – GEAC) el 14 de junio de 2019 en la mesa de cierre del XVII Congreso de Antropología en Colombia (Cali), intitulada “Derechización en América Latina hoy”.

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Muy buenas noches a todas y todos. Antes que nada me gustaría agradecer a la Asociación Colombiana de Antropología y a la organización del XVII Congreso de Antropología en Colombia por la invitación para participar en esta mesa. Como mencionaba Alhena Caicedo, formo parte de Máquina Crísica – Grupo de Estudios en Antropología Crítica. Se trata de un colectivo independiente que actúa en la creación de espacios de auto-formación e invención teórico-metodológica. Desde el 2011, Máquina Crísica se propone, básicamente, emprender una ruptura política de lo real en tensión con las antropologías disciplinarias. Esta ruptura resulta fundamental cuando la idea es poner la investigación social en simbiosis con el devenir irreverente de los procesos políticos. Nosotros entendemos que cuando las antropologías disciplinarias empiezan a operar, la política está obligada a retirarse. El compromiso militante e investigativo con una política singular no logra coexistir con la reproducción de las prácticas de conocimiento que se sostienen desde las ciencias sociales en general y desde las antropologías en particular. En síntesis: la política se le escurre entre los dedos a las disciplinas académicas. Si la investigación social pretende ser fiel al contenido creador de la política, si pretende contribuir al despliegue efectivo de la política, entonces debe estar dispuesta a sustraerse a las dinámicas de reproducción de la disciplina antropológica.

Hoy voy a hablarles desde el espacio subjetivo de una política; política que ha encontrado sus lugares más emblemáticos y decisivos en los grandes enfrentamientos con la policía en las noches de junio de 2013. Política que algunos meses después pudo prolongarse en la ocupación de parlamentos provinciales y municipales, declarando abiertamente la capacidad de las personas de decidir sobre el precio y la organización del transporte público en las grandes capitales brasileñas. Dicha política ya se anunciaba, sin que nadie lo supiera, dos años antes, cuando los estudiantes de posgrado en antropología de la universidad donde estudio desencadenaron un paro histórico en pos de la democratización radical de sus espacios de formación. La política desde la cual me dirijo a ustedes ha desestabilizado la paz social del Brasil progresista en un momento en que poca gente esperaba que algo así pudiera ocurrir. Para hablar de las cualidades de ese proceso, de sus emociones y de su grandeza serían necesarios un talento y un tiempo de los que no dispongo en este momento. Me limitaré, por tanto, a sugerirles que lean a Alexandre Haubrich, “Nada será como antes”; a Alex Moraes, “Los vándalos al poder”; a Bruno Cava, “El Dieciocho Brumario brasileño” y a Cesar Altamira, “América Latina: un incierto horizonte luego de la ola rosada”.

Sin tiempo y sin el talento de la prosa, sólo puedo afirmar que bajo el nombre “2013” es lícito identificar una invitación a romper con las lealtades institucionales existentes. Y, aún más, un llamado a inventar otros modos de actuar colectivamente, ya sea para incidir en las decisiones que afectarían a los grandes contingentes de la población, o para redefinir las relaciones de poder en espacios institucionales más acotados, como la universidad. En el 2013 pudimos convertirnos en algo más que beneficiarios de las políticas públicas del gobierno nacional. La generosidad del Estado y el nuevo umbral de consumo conquistado en los años precedentes ya no nos apaciguaban del todo. Nos fuimos tornando aquello que nuestras acciones iban definiendo golpe a golpe, día tras día. En síntesis, nos subjetivamos singularmente en múltiples lugares.

Quiero hablarles, hoy, de la relación entre la derrota de esa política y el surgimiento de un lugar de enunciación que no sólo refrenda esa derrota sino que también dificulta objetivamente la recuperación de cualquier proceso creador de subjetivación; es decir, cualquier proceso que sea capaz de trascender la derechización actual. Se trata de una derechización que vivimos desde el aplastamiento de las sublevaciones del 2013 y que actualmente el bolsonarismo ha llevado a una etapa más avanzada. Ese triste lugar de enunciación, que no obstante aparece como atractivo para muchos de los que nos dedicamos a la investigación social y política, lo denominaré como el lugar del “intelectual público”.

Desde el punto de vista de la política que me inspira, lo que estuvo en juego en los últimos años fue una especie de democratización radical de las capacidades de habla y una defensa obstinada del derecho a pensar en nombre propio. Los manifestantes del 2013 brasileño se esforzaron intensamente en instaurar un nuevo sujeto colectivo que estuviera en condiciones de presentar su nombre, su programa mínimo y su horizonte singular de realización. Fue, justamente, porque todo estaba por construirse y porque muchos podían hablar desde nuevas posiciones de sujeto que un fenómeno interesante tuvo lugar durante aquel año emblemático. Quienes nos considerábamos parte de las sublevaciones del 2013 estábamos en constante diálogo: debíamos evaluar juntos la situación, elaborar lo que era necesario decir en las calles y definir las mejores estrategias para seguir adelante. Había un esfuerzo colectivo para encaminar una interpretación propia de los hechos: la gente escribía largas intervenciones en Facebook, discutía en las asambleas y en las mesas de los bares; las personas publicaban reflexiones en blogs, subían videos a You Tube e imprimían periódicos y fanzines con análisis de coyuntura. Todas y todos nos lanzamos a la tarea de pensar el momento actual y muchos de nosotros se destacaron como intelectuales de aquel proceso.

Ahora bien, la democratización del lugar del intelectual y la subsiguiente multiplicación de los sujetos autorizados a pensar, hablar y ser escuchados fueron aseguradas por la efervescencia de lo que se vivía en el 2013. Esta situación cambió sustancialmente en la medida que el movimiento se convirtió en el blanco de una represión sistemática, la cual se vio potenciada por una articulación circunstancial entre el oficialismo, los medios de comunicación hegemónicos y las grandes máquinas partidarias históricamente atrincheradas en el aparato de Estado. Para dichos actores primaba la defensa del orden, es decir, de las formas existentes de mediación política y administración de la conflictividad social. Desafortunadamente, no podré profundizar en la explicación de las estrategias institucionales que, al fin y al cabo, derrotaron las esperanzas cultivadas en el marco de las grandes protestas callejeras. Lo que sí quiero enfatizar es que, luego de la derrota política sufrida en el 2013, quedaron algunas expresiones dispersas de aquella intelectualidad indisciplinada que se cocinó al calor de las manifestaciones populares. Algunos se mantuvieron fieles al espíritu de las protestas, como creo que es el caso de Máquina Crísica y de muchísimas otras personas. Digo esto porque, luego del 2013, siguió vigente una “voluntad de saber” accesible a cualquiera que deseara ejercerla: se trataría, pues, de una intención de explicar cómo llegamos hasta acá que muchos colectivos e individuos continúan reivindicando y ejerciendo hasta hoy. Asimismo, la gente persistió en la búsqueda de informaciones y de debates que le permitieran trazar nuevas coordenadas de posicionamiento político en una coyuntura que cambiaba vertiginosamente. Esta tendencia es un tenue prolongamiento del clima intelectual vivido en el 2013.

Sin embargo, es innegable que empezamos a confundirnos desde el momento en que perdimos la base concreta de nuestro pensamiento, o sea, las políticas singulares por las cuales cada uno de nosotros militaba. Fue entonces que ciertas figuras han podido instalarse en el debate público, beneficiándose tanto de la generosidad de los medios de comunicación como de la arbitrariedad de las redes sociales. Tales figuras se volvieron referencias intelectuales y políticas que hoy en día capturan la atención de una parte no despreciable de la militancia de izquierda. Su posicionamiento extraño se identifica con facilidad. Digo “extraño” porque, en discontinuidad con el período anterior, estos nuevos intelectuales se proponen reducir la multiplicidad de los enunciados que proliferan en el campo social a dos categorías elementales. De un lado habría “opiniones”, o sea, representaciones parciales y limitadas; de otro lado, babría verdades casi técnicas avaladas por las disciplinas académicas.

En los años posteriores a la derrota de las sublevaciones del 2013, un puñado de intelectuales relativamente visibles – pero también los mismos estudiantes universitarios – han empezado a reivindicar sus prerrogativas disciplinarias e institucionales con el propósito de garantizar un lugar de enunciación autorizado en el espacio público. Aquí la lógica es básicamente la siguiente: “soy antropólogo o sociólogo, tengo un diploma universitario, investigo determinado tema y, por lo tanto, debo ser tomado en cuenta. Lo que digo no es una mera opinión”. Sin embargo, durante las movilizaciones del 2013 lo que importaba era la capacidad que uno demostraba de encadenar lógicamente un argumento adecuado a su posición respecto de determinada política, buscando eventualmente elementos empíricos que pudieran comprobar ese mismo argumento político. Hay un contraste importante entre las formas de veridicción hoy aceptadas por una parte de la izquierda y aquellas que emergieron hace seis años, cuando era necesario enunciar lo nuevo y garantizar su despliegue efectivo en el campo social.

Denomino “intelectual público” esa posición de sujeto que persigue la legitimidad política en referencia a las prerrogativas académicas de las que está investido. Dicha posición de sujeto, en la cual cualquiera de nosotros podría recaer si no estamos atentos, encuentra su validación en la jerga, en las técnicas de investigación y en la legitimidad institucional de ciertas disciplinas académicas. El intelectual público depende justamente de la validación de su disciplina y de las instituciones académicas tal y como las conocemos para que su voz sea amplificada en el espacio público. Ocupar semejante lugar tiene implicaciones muy concretas y absolutamente cuestionables desde mi punto de vista político.

Al fin y al cabo, ¿qué tipo de política estamos practicando cuando actuamos como intelectuales públicos? En primer lugar, el intelectual público exige, seguramente, una esfera pública donde sus posiciones sean respetadas a priori. ¿Pero este sujeto habla en nombre de qué? Mi hipótesis es que lo que habla a través de la voz del intelectual público es una disciplina académica deseosa de consolidación y de relevancia social. Es decir que no hay ninguna política singular cuando fundamentamos nuestra capacidad de habla en la fuerza de las disciplinas. Eso es así porque mientras hablamos como intelectuales públicos – o sea, voceros de una disciplina – somos, en alguna medida, escamoteados por enunciados que nos trascienden. Me gustaría discutir esta hipótesis con ustedes en el momento destinado al debate. Por ahora, volveré a lanzarles algunos cuestionamientos: ¿les parece que la militancia disciplinaria anula la posibilidad de una política singular? ¿Será verdad que, como argumenta Tomás Guzmán, uno de mis camaradas de Máquina Crísica, la política está siempre en retirada cuando las disciplinas académicas – entre ellas, las antropologías institucionales – empiezan a operar? ¿O quizás las disciplinas poseen una política propia que, no obstante, sus respectivos afiliados tienen dificultades de explicitar? En tanto académicos comprometidos con la legitimación de nuestras disciplinas y de los lugares de enunciación que ellas nos aseguran, ¿somos capaces de elucidar sinceramente nuestra política y, más aún, de exponerla a la evaluación de cualquiera – y no sólo de los partidos y los burócratas que nos gustaría asesorar o influenciar? ¿Qué política singulariza nuestra posición en la colectividad? ¿Estamos en condiciones de especificarla? ¿Existe alguna posibilidad de hablar en nombre propio, lo más lejos posible de los refranes disciplinarios que hablan a través de nosotros?

En Brasil, algunos antropólogos han salido al público para defender la contribución de su disciplina frente a los intensos debates actuales sobre los rumbos del país y ante la amenaza de la derechización. Como decía una antropóloga brasileña – conocida por los artículos que publica en grandes semanarios vinculados al campo progresista –, podemos y debemos echar “luces antropológicas” sobre el momento oscuro que vivimos. ¿Pero cuál sería la tarea de la antropología en este caso? Cito sus palabras: “Es urgente llevar la experticia antropológica al debate público, puesto que es justamente la visión de las personas comunes – el vendedor callejero, el evangélico, el comerciante – la que está ausente en este momento”. Según ella, los antropólogos deberían rescatar – cito – “lo que nuestra disciplina tiene de mejor”. Y deberíamos hacerlo con el propósito de explicar las dinámicas profundas de las clases populares e iluminar lo que la gente común anda diciendo.

Ahora bien, el problema es que, en el registro de la socio-antropología, dicha tarea implica traducir los pensamientos singulares de los que la gente es capaz en un campo de variables, relacionalidades y segmentaciones que la disciplina en cuestión postula de antemano. No hay contraejemplo en este caso. El conocimiento disciplinario es, siempre, conocimiento del mundo en el registro de un repertorio limitado y más o menos coherente de categorías, las cuales pueden variar de país a país, de institución a institución, de linaje académico a linaje académico. Tal operación subsume lo que es nuevo en el registro de lo ya conocido. Así, por ejemplo, de lo que se trata es de sondear “la religiosidad popular”, con sus respectivas dinámicas; “la política popular”, con sus respectivos estilos; “la consciencia popular”, con su ineluctable ambigüedad, etc. Aquí la apuesta consiste, básicamente, en pintar determinados conceptos con los colores de su expresión local. Asimismo, las lecturas disciplinarias tienden a reducir lo que la gente dice al nivel de las opiniones, de los intereses, de las representaciones sobre fenómenos que la ciencia social ya aprendió a discernir en su estructura más general.

Otro problema con el que nos enfrentamos es que buena parte de las categorías movilizadas por los sociólogos y socio-antropólogos existe, también, y primordialmente, en el contexto de unas políticas singulares. Tales categorías no son solamente la expresión de un lugar o de un proceso social empíricamente verificable. Muchas de ellas han sido evocadas en el marco de diferentes políticas, como es el caso, por ejemplo, de las nociones de “género”, “clase”, “izquierda”. Por supuesto que la gente va a intentar prescribir – sin importarle los análisis expertos – qué son esos términos indefinidos. Al final, se trata de categorías políticas, y no de palabras clave científicas. Desconsiderando la existencia política de esas categorías, las ciencias sociales reinciden en graves problemas epistemológicos. ¿Cómo sería posible identificar, por ejemplo, un conjunto de mujeres negras por fuera de cualquier auto-denominación política? ¿Fuera de la política, quién define ese conjunto? El censo y las encuestas periódicas del Estado lo hacen… pero sabemos muy bien para qué sirven los censos y las encuestas estatales: su función es subsidiar el diseño de políticas públicas destinadas a segmentos de población cuya existencia es meramente estadística, es decir, ineficaz para cualquier política que no sea, precisamente, una política de Estado.

Por otro lado, cuando se enuncian en el transcurso de una política singular, ciertas categorías pueden prescribir nuevos posibles – incluso respecto del Estado – y suponen, necesariamente, un desplazamiento en relación con lo que está dado. Por ejemplo, cuando me adhiero a una política feminista todo lo que quiero es alejarme de las determinaciones objetivas que me fijan en un lugar social dado, inmanente al status quo. En el marco de una política feminista, la categoría “mujer” anuncia todo aquello que una mujer puede llegar a ser a partir del momento en que se lanza a la experimentación política. La categoría en cuestión, cuando es enunciada desde una política, ya no sirve para reificar un lugar social determinado por clivajes de género. A pesar de agenciar la misma palabra movilizada por el censo nacional y la sociología, la política feminista está hablando de otra cosa; está conjurando una mujer desconocida que, por eso mismo, no es reductible a su condición de género en determinada época y lugar. Así que lo real de una categoría política no es lo real de una categoría sociológica. Esa mujer desconocida, esa mujer singular que el feminismo conjura se expresa en los posibles que una política enuncia cuando recurre al nombre “mujer”. Pero atención: aquí no estoy hablando de dinámicas de “resignificación”. Hablo de procesos de experimentación con una porción de real que, nombrada “mujer”, devendrá proceso – y no referente objetal del significante. Lo que importa es menos el nombre que el proceso, o sea, la tarea a la cual “mujer” será asignada.

Como les comentaba en un principio, desde la política en la cual me inserto la derechización no aparece como un proceso difuso que es exterior a nosotros. Ciframos la derechización en aquellos movimientos que reaccionaron negativamente al empuje democratizador ensayado por quienes intentaban probar la validez de su existencia política, ya sea en el año 2013 o en las luchas estudiantiles con las que estamos comprometidos. Muchas de esas reacciones se originaron, obviamente, en el mismo campo progresista y en el interior de las instituciones universitarias. De ahí que nos suenen tan molestos los recursos autoritativos agenciados desde la posición de sujeto denominada “intelectuales públicos”. Quiero decir con esto que el clima de restauración institucional que los intelectuales públicos intentan promocionar, celebrando acríticamente el rol de las instituciones y de las disciplinas, no hace justicia al cuestionamiento real que dichas instituciones sufrieron en los últimos años. Para concluir, quisiera compartir con ustedes dos hipótesis finales: en primer lugar, sugiero que el surgimiento de la figura del “intelectual público” es un síntoma de la pérdida de nuestra capacidad colectiva de pensar y hablar. En segundo lugar, propongo que dicha pérdida es consecuencia de la ausencia de una política. Y ante la falta de una política por la cual militar, todo vuelve a dirimirse en las mediaciones conceptuales existentes y en la apología sistemática de las posiciones de sujeto que abrevan y fructifican en tales mediaciones. Es así como se abre el terreno para lo que denominamos “derechización”: ese repliegue generalizado de toda subjetivación, ese retorno a las formas de pensamiento que fijan posiciones y teatralizan su drama a espaldas de lo que es real y transformador. ¿Y qué es lo real y lo transformador? Podríamos decir que es lo que se sustrae al impasse objetivo de los emplazamientos existentes; lo que nos determina desde lo posible, y no desde lo que actualmente somos o quieren que seamos.

Por ahora, era esto lo que tenía para compartir con ustedes. Espero podamos seguir profundizándolo en el momento destinado a las preguntas del público. ¡Muchas gracias!

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