Fuente: https://vientosur.info/spip.php?article14749
Literatura
16/04/2019 | Víctor Atobas
Nuestro reto, el más difícil, es sonreír en estos tiempos caídos, cuando la brisa de la mañana parece soplar con menos ímpetu. El sistema trata de convencernos todos los días de que no hay alternativa al mercado que todo lo devora, de que no se puede vivir de otra manera; la trampa para conejos sería creer que somos víctimas atrapadas en cepos dentados. Pero la condición de víctima conduce a la impotencia y, por tanto, debemos rechazarla. Nosotros no somos pequeños mamíferos (conejos u ovejas), atrapados sin remedio en cepos, ni tampoco cosas a poner a la venta tras un escaparate de cristal. Hegel vio la rosa en la cruz. Y precisamente la dialéctica es nuestro modo de pensamiento, y en este resulta obligada la referencia literaria, pues las novelas y los cuentos nos ayudan a entender nuestros síntomas, más allá de la rigidez conceptual. Tras buscar síntomas en la novela, comentaremos acerca de las señales de esperanza en nuestro tiempo.
Podríamos mencionar a multitud de escritores que han construido una literatura altamente sintomática, aunque elegiremos al más ilustrativo a este respecto, el norteamericano David Foster Wallace, cuya literatura narra el acontecimiento de la ansiedad y la desesperación en una sociedad occidental como la nuestra. Los personajes de sus novelas y cuentos han caído en la trampa del sistema, aceptando el imperativo de competir y producir hasta morir, acumulando distinto tipo de capital – monetario, sexual, cultural, mediático, etc.- que no les procura una verdadera satisfacción sino que acaba por llevar sus afectos y emociones hasta la saturación y el colapso, que en algunos relatos como La persona deprimida o Las luces de neón son ilustrados mediante diálogos entre los protagonistas y psiquiatras o psicólogos; estos últimos no recomiendan a sus pacientes que dejen sus empleos que les dan ataques de pánico, sino que se limitan a recetarles antidepresivos. Es decir, tratan de acallar la desesperación. Por supuesto, no lo logran. Los personajes de Wallace proyectan la nada hacia el futuro, cayendo en la trampa de que no hay alternativa. En los cuentos que hemos mencionado aparecen sobre todo afectos saturados como la envidia inherente a la competición, la avaricia o la adoración, que son las emociones que les impiden a los protagonistas pensar en un futuro diferente. Wallace cayó en la trampa del sistema y se suicidó. Él mismo fue incapaz de pensar en un futuro en el que quisiera estar presente.
Otro de los acontecimientos de la literatura contemporánea es el recuerdo. La España vacía, de Sergio del Molino, narra cómo el trauma del éxodo rural se reflejó en una serie de mitos. Por una parte, el mito de lo rural como terreno idílico donde pervivía la más grande dignidad de lo humano, un campo de resistencia numantina frente a los infiernos de las ciudades y su estilo de vida hostil, acelerado, casi esquizofrénico; y por otra el mito del pueblo como un espacio alejado del progreso, dominado por las arcaicas costumbres, caracterizado por la disciplina en el trabajo y el control social. Sin embargo, como señalaba Sergio del Molino, ambos mitos no se corresponden sino con distintas historias que se tuvieron que inventar las gentes traumatizadas por el desarraigo y la marcha a la ciudad, para afrontar dicho trauma. Sin embargo, lo que el autor no comprende es que el recuerdo de las personas que entrevistó funciona precisamente como otra trampa en el sentido de que los entrevistados mencionan sus recuerdos, pero haciendo especial énfasis en que entonces se habían relacionado de una manera diferente con el Otro y con las cosas, una manera que les había resultado más gratificante y humana y que, según aseguraban, era imposible de realizar hoy en día. Es decir, el recuerdo regresaba como cierre de las alternativas presentes. Todo lo que podría pertenecer a un futuro diferente, era atribuido al pasado por parte de los entrevistados; es decir, el deseo de relacionarse de otra forma entre nosotros, se atribuía al pasado en vez de a la posibilidad de otro futuro.
Sin embargo, estamos al comienzo de la esperanza, pues esta nunca deja de brotar, aún en los rincones más inesperados. Porque todas las cosas humanas tienden a la esperanza, y esto deja huellas no sólo en la narrativa. Porque lo que hay detrás de la ansiedad de Wallace y el recuerdo trampeado de los emigrados a la ciudad, en el caso de Sergio del Molino, no es sino la esperanza. Por eso la literatura de nuestra época tiende hacia la utopía, a pesar de que ésta aparezca bajo su aspecto negativo, en general como distopía o pesadilla posmoderna. La ansiedad nihilista no es sino el reverso de la esperanza; pero donde esta última proyecta un deseo de futuro, la ansiedad proyecta la nada. Mientras que el recuerdo de los nuevos y forzosos urbanistas, como hemos comentado, es una inversión absoluta de la esperanza en la que todo lo que podría pertenecer a un futuro diferente, es atribuido al pasado. De este modo, siguiendo a un hegeliano como Bloch, podemos decir que las huellas utópicas que encontramos en nuestro día a día, son tanto experiencias internas a cada uno de nosotros, como cosas externas que tienden a la utopía.
El énfasis en el presente, propio de nuestra época posmoderna, no es sino una figura de un anhelo no realizado. Pero en todo hacerse real queda siempre un resto de esperanza, una suerte de suplemento que queda junto al contenido pero que no es en sí una realidad empírica, ni presente ni pasada, sino la huella de un impulso tendente al futuro. Ese resto de esperanza apunta a un deseo de relacionarse de otra forma con el Otro, más allá de la trampa del capital que nos obliga a competir todo el tiempo, y está relacionado con esas emociones o afectos de expectativa que apuntan a que otro mundo es posible. Debemos huir de la trampa de que no hay alternativa.
Pero hay otra trampa de la que no hemos hablado; la representación, de la que trató de fugarse esa utopía que fue el 15M. Las elecciones acaban llevando al no hay alternativa, pues la única supuesta alternativa que se nos ofrece, la llamada izquierda parlamentaria, no niega al sistema, sino que lo conserva objetivamente. Siguiendo a Deleuze, que reinventa la dialéctica en términos posmodernos, diremos que la única forma de que no nos roben la máquina de guerra es fugarse de quien quiere apropiársela; el Estado, que es el único axioma que necesita el capital para no destruirse a sí mismo, argumentaba el filósofo francés en Mil mesetas. Dicho en otros términos, al integrarse en la lógica estatal, los dirigentes de Podemos rebajaron sus exigencias - lo que recuerda al PCE de Santiago Carrillo- y creyeron poder conservar los aspectos positivos del sistema político, y capitalista en general, sin darse cuenta de que, como señalaba Zizek, la única posibilidad de una política radical estriba precisamente en negar todo eso. Las similitudes entre el PCE de la transición y Podemos hay que buscarlas, tal y como suele hacer Zizek, en la relación que se establece ante la irrupción del Acontecimiento; ante la ola de protestas sociales y la revolución portuguesa del 74 planeando sobre España, el PCE se integró en el Estado y su potencial como máquina de guerra fue destruido, mientras que Podemos, ante el Acontecimiento del 15M, hizo algo parecido al reterritorializar la línea de fuga mayista. La historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. Y en esas estamos hoy día, pero esto no ha de llevarnos a la desesperanza.
Porque, como decíamos, todo lo humano tiende a la esperanza. En el 15M era la esperanza de no ser mercancías en manos de políticos y banqueros, la esperanza de que no nos representaran unos Zapateros (renovado en Sánchez) y Carrillos (repetido ahora en Iglesias) disfrazados con sus caretas nuevas de populistas. La representación es una forma que sigue presa de una época pasada, la modernidad y, con el paso del tiempo, si seguimos las ideas de Hegel y Marx, lo más seguro es que el contenido acabe desarrollándose en una forma que no será totalmente nueva, pues contendrá vestigios pasados, pero que sí posibilitará una manera diferente de relacionarnos con las decisiones que afectan a nuestro futuro.
Porque no podemos caer en la trampa de que no hay alternativa al capital y a sus representantes. Porque estamos soñando ahora mismo… o quizás nos encontremos acordándonos de ese pasado, que en realidad nunca existió, en el que nos relacionábamos de otra manera (una no-competitiva), sin darnos cuenta de que ahora mismo podemos buscar las señales de la esperanza, para construir espacios por donde fluir, escapándonos de la lógica de la competición, del macho ibérico, el jefe, el profesor, el presentador de televisión, la pantalla, el consumismo, el producir y competir hasta morir… esas posibilidades son reales objetivamente, aquí y ahora. Un claro ejemplo son las armas que brinda el feminismo.Incluso en alguien como Ernesto Castro, un maestro supremo de la competición académica y cultural, crítico con las utopías y los cuestionamientos del canon filosófico, se encuentran señales de esperanza, en ese gusto tan generoso y asombrado por lo estético, por ejemplo, en el que secretamente late la esperanza de una sociedad sin clases, una sociedad en la que el empleo permita a las personas autorrealizarse. Ese gusto utópico lo heredó de su padre Fernando Castro Flórez, y no deja de resultar sumamente hermosa la forma en que la esperanza puede así transmitirse de generación en generación.
Por eso, más allá de tener esperanza en una trampa como el simulacro democrático, sería mucho más interesante que buscáramos qué podría haber de positivo en los síntomas de nuestra época. La experiencia cotidiana es también estética, y constituye el terreno donde percibimos las cosas y los encuentros con el Otro, como apuntando a un futuro en el que no estaremos ya enfrentados por la lógica oposicional del capital, ya sea este monetario, sexual, o cultural, sino en el que nos encontraremos reconociendo lo que tenemos en común y haciéndonos, al mismo tiempo, diferentes.
En estos tiempos oscuros, nuestro reto es sonreír.
Víctor Atobas es escritor. Entre otros libros, es autor de Autoridad y culpa (Piedra Papel Libros, 2017), y El deseo y la ciudad. La revuelta de Gamonal (Zoozobra, 2018).
Literatura
16/04/2019 | Víctor Atobas
Nuestro reto, el más difícil, es sonreír en estos tiempos caídos, cuando la brisa de la mañana parece soplar con menos ímpetu. El sistema trata de convencernos todos los días de que no hay alternativa al mercado que todo lo devora, de que no se puede vivir de otra manera; la trampa para conejos sería creer que somos víctimas atrapadas en cepos dentados. Pero la condición de víctima conduce a la impotencia y, por tanto, debemos rechazarla. Nosotros no somos pequeños mamíferos (conejos u ovejas), atrapados sin remedio en cepos, ni tampoco cosas a poner a la venta tras un escaparate de cristal. Hegel vio la rosa en la cruz. Y precisamente la dialéctica es nuestro modo de pensamiento, y en este resulta obligada la referencia literaria, pues las novelas y los cuentos nos ayudan a entender nuestros síntomas, más allá de la rigidez conceptual. Tras buscar síntomas en la novela, comentaremos acerca de las señales de esperanza en nuestro tiempo.
Podríamos mencionar a multitud de escritores que han construido una literatura altamente sintomática, aunque elegiremos al más ilustrativo a este respecto, el norteamericano David Foster Wallace, cuya literatura narra el acontecimiento de la ansiedad y la desesperación en una sociedad occidental como la nuestra. Los personajes de sus novelas y cuentos han caído en la trampa del sistema, aceptando el imperativo de competir y producir hasta morir, acumulando distinto tipo de capital – monetario, sexual, cultural, mediático, etc.- que no les procura una verdadera satisfacción sino que acaba por llevar sus afectos y emociones hasta la saturación y el colapso, que en algunos relatos como La persona deprimida o Las luces de neón son ilustrados mediante diálogos entre los protagonistas y psiquiatras o psicólogos; estos últimos no recomiendan a sus pacientes que dejen sus empleos que les dan ataques de pánico, sino que se limitan a recetarles antidepresivos. Es decir, tratan de acallar la desesperación. Por supuesto, no lo logran. Los personajes de Wallace proyectan la nada hacia el futuro, cayendo en la trampa de que no hay alternativa. En los cuentos que hemos mencionado aparecen sobre todo afectos saturados como la envidia inherente a la competición, la avaricia o la adoración, que son las emociones que les impiden a los protagonistas pensar en un futuro diferente. Wallace cayó en la trampa del sistema y se suicidó. Él mismo fue incapaz de pensar en un futuro en el que quisiera estar presente.
Otro de los acontecimientos de la literatura contemporánea es el recuerdo. La España vacía, de Sergio del Molino, narra cómo el trauma del éxodo rural se reflejó en una serie de mitos. Por una parte, el mito de lo rural como terreno idílico donde pervivía la más grande dignidad de lo humano, un campo de resistencia numantina frente a los infiernos de las ciudades y su estilo de vida hostil, acelerado, casi esquizofrénico; y por otra el mito del pueblo como un espacio alejado del progreso, dominado por las arcaicas costumbres, caracterizado por la disciplina en el trabajo y el control social. Sin embargo, como señalaba Sergio del Molino, ambos mitos no se corresponden sino con distintas historias que se tuvieron que inventar las gentes traumatizadas por el desarraigo y la marcha a la ciudad, para afrontar dicho trauma. Sin embargo, lo que el autor no comprende es que el recuerdo de las personas que entrevistó funciona precisamente como otra trampa en el sentido de que los entrevistados mencionan sus recuerdos, pero haciendo especial énfasis en que entonces se habían relacionado de una manera diferente con el Otro y con las cosas, una manera que les había resultado más gratificante y humana y que, según aseguraban, era imposible de realizar hoy en día. Es decir, el recuerdo regresaba como cierre de las alternativas presentes. Todo lo que podría pertenecer a un futuro diferente, era atribuido al pasado por parte de los entrevistados; es decir, el deseo de relacionarse de otra forma entre nosotros, se atribuía al pasado en vez de a la posibilidad de otro futuro.
Sin embargo, estamos al comienzo de la esperanza, pues esta nunca deja de brotar, aún en los rincones más inesperados. Porque todas las cosas humanas tienden a la esperanza, y esto deja huellas no sólo en la narrativa. Porque lo que hay detrás de la ansiedad de Wallace y el recuerdo trampeado de los emigrados a la ciudad, en el caso de Sergio del Molino, no es sino la esperanza. Por eso la literatura de nuestra época tiende hacia la utopía, a pesar de que ésta aparezca bajo su aspecto negativo, en general como distopía o pesadilla posmoderna. La ansiedad nihilista no es sino el reverso de la esperanza; pero donde esta última proyecta un deseo de futuro, la ansiedad proyecta la nada. Mientras que el recuerdo de los nuevos y forzosos urbanistas, como hemos comentado, es una inversión absoluta de la esperanza en la que todo lo que podría pertenecer a un futuro diferente, es atribuido al pasado. De este modo, siguiendo a un hegeliano como Bloch, podemos decir que las huellas utópicas que encontramos en nuestro día a día, son tanto experiencias internas a cada uno de nosotros, como cosas externas que tienden a la utopía.
El énfasis en el presente, propio de nuestra época posmoderna, no es sino una figura de un anhelo no realizado. Pero en todo hacerse real queda siempre un resto de esperanza, una suerte de suplemento que queda junto al contenido pero que no es en sí una realidad empírica, ni presente ni pasada, sino la huella de un impulso tendente al futuro. Ese resto de esperanza apunta a un deseo de relacionarse de otra forma con el Otro, más allá de la trampa del capital que nos obliga a competir todo el tiempo, y está relacionado con esas emociones o afectos de expectativa que apuntan a que otro mundo es posible. Debemos huir de la trampa de que no hay alternativa.
Pero hay otra trampa de la que no hemos hablado; la representación, de la que trató de fugarse esa utopía que fue el 15M. Las elecciones acaban llevando al no hay alternativa, pues la única supuesta alternativa que se nos ofrece, la llamada izquierda parlamentaria, no niega al sistema, sino que lo conserva objetivamente. Siguiendo a Deleuze, que reinventa la dialéctica en términos posmodernos, diremos que la única forma de que no nos roben la máquina de guerra es fugarse de quien quiere apropiársela; el Estado, que es el único axioma que necesita el capital para no destruirse a sí mismo, argumentaba el filósofo francés en Mil mesetas. Dicho en otros términos, al integrarse en la lógica estatal, los dirigentes de Podemos rebajaron sus exigencias - lo que recuerda al PCE de Santiago Carrillo- y creyeron poder conservar los aspectos positivos del sistema político, y capitalista en general, sin darse cuenta de que, como señalaba Zizek, la única posibilidad de una política radical estriba precisamente en negar todo eso. Las similitudes entre el PCE de la transición y Podemos hay que buscarlas, tal y como suele hacer Zizek, en la relación que se establece ante la irrupción del Acontecimiento; ante la ola de protestas sociales y la revolución portuguesa del 74 planeando sobre España, el PCE se integró en el Estado y su potencial como máquina de guerra fue destruido, mientras que Podemos, ante el Acontecimiento del 15M, hizo algo parecido al reterritorializar la línea de fuga mayista. La historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. Y en esas estamos hoy día, pero esto no ha de llevarnos a la desesperanza.
Porque, como decíamos, todo lo humano tiende a la esperanza. En el 15M era la esperanza de no ser mercancías en manos de políticos y banqueros, la esperanza de que no nos representaran unos Zapateros (renovado en Sánchez) y Carrillos (repetido ahora en Iglesias) disfrazados con sus caretas nuevas de populistas. La representación es una forma que sigue presa de una época pasada, la modernidad y, con el paso del tiempo, si seguimos las ideas de Hegel y Marx, lo más seguro es que el contenido acabe desarrollándose en una forma que no será totalmente nueva, pues contendrá vestigios pasados, pero que sí posibilitará una manera diferente de relacionarnos con las decisiones que afectan a nuestro futuro.
Porque no podemos caer en la trampa de que no hay alternativa al capital y a sus representantes. Porque estamos soñando ahora mismo… o quizás nos encontremos acordándonos de ese pasado, que en realidad nunca existió, en el que nos relacionábamos de otra manera (una no-competitiva), sin darnos cuenta de que ahora mismo podemos buscar las señales de la esperanza, para construir espacios por donde fluir, escapándonos de la lógica de la competición, del macho ibérico, el jefe, el profesor, el presentador de televisión, la pantalla, el consumismo, el producir y competir hasta morir… esas posibilidades son reales objetivamente, aquí y ahora. Un claro ejemplo son las armas que brinda el feminismo.Incluso en alguien como Ernesto Castro, un maestro supremo de la competición académica y cultural, crítico con las utopías y los cuestionamientos del canon filosófico, se encuentran señales de esperanza, en ese gusto tan generoso y asombrado por lo estético, por ejemplo, en el que secretamente late la esperanza de una sociedad sin clases, una sociedad en la que el empleo permita a las personas autorrealizarse. Ese gusto utópico lo heredó de su padre Fernando Castro Flórez, y no deja de resultar sumamente hermosa la forma en que la esperanza puede así transmitirse de generación en generación.
Por eso, más allá de tener esperanza en una trampa como el simulacro democrático, sería mucho más interesante que buscáramos qué podría haber de positivo en los síntomas de nuestra época. La experiencia cotidiana es también estética, y constituye el terreno donde percibimos las cosas y los encuentros con el Otro, como apuntando a un futuro en el que no estaremos ya enfrentados por la lógica oposicional del capital, ya sea este monetario, sexual, o cultural, sino en el que nos encontraremos reconociendo lo que tenemos en común y haciéndonos, al mismo tiempo, diferentes.
En estos tiempos oscuros, nuestro reto es sonreír.
Víctor Atobas es escritor. Entre otros libros, es autor de Autoridad y culpa (Piedra Papel Libros, 2017), y El deseo y la ciudad. La revuelta de Gamonal (Zoozobra, 2018).
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